viernes, julio 25, 2008

Leen Young Wong


Leeng Young Wong solía oler mal. Desde pequeño fue un chino cochino, no se higienizaba a menudo, y esto le ocasionaba numerosos inconvenientes a diario. Decía que era japonés, decía que era samurai. Decía que era experto en las artes del combate, cuando en realidad nunca se había enfrentado a nadie para comprobarlo. Wong mentía mucho, no se sabía bien porqué. Trabajaba en un desagradable restaurant y mataba gatos perdidos para rellenar empanaditas, que eran su especialidad. Y se vendían bien! La gente las consumía, después de todo, carne es carne, vamos! Llegó el día en que el barrio se quedó sin gatos y las ratas se convirtieron en el nuevo relleno del cocinero oriental. Los comensales no parecieron notar la diferencia. Sin embargo, tiempo después hasta las ratas empezaron a escasear. Un nefasto día se le ocurrió una idea fatal: Una mujer obesa vivía en el cuarto contiguo en la pensión y Wong la observaba todos los días, cuando volvía del restaurant. La medía, la estudiaba, la calculaba. Una noche silenciosa, se vistió de ninja y se coló en la pieza de la gorda. Su objetivo estaba claro, pero el plan para lograrlo definitivamente no. La gorda se despertó de repente y vio al chino desquiciado con su katana a punto de trozarla. Bastó un manotazo para derribar al dubitativo ninja. La enorme mujer se incorporó con inusitada furia y le propinó una golpiza sin igual. Era gorda, sí, pero no boluda. Sabía que el chino la miraba raro con sus ojitos rasgados. Cuando terminó de molerlo a palos, lo lanzó fuera del cuarto. Al día siguiente, cuando Wong regresó a la pensión con su cuerpo lleno de moretones y el rostro cubierto de curitas, la obesa mujer, como de costumbre se hallaba sentada en el hall, como si nada hubiera pasado. Wong caminaba hacia su cuarto, observándola furtivamente y con mucho dolor, pero no por las heridas. El desgraciado añoraba su katana, que la mujer había decidido conservar como trofeo. Ni siquiera pudo hacerse el harakiri para salvar su honor.